Desierto de marabuntas

Desierto de marabuntas

Patitas para arriba, pisadas crujientes, antenas al viento y el hambre inminente.
El sol que se oculta en un horizonte invisible.
El suelo, como un mar de arvejas negras, repleto de pequeños cadáveres, de mandíbulas potentes, parece un cementerio para grandes insectos.
¿Estarán todas muertas?
Un viento suave las levanta, el viento las trae.
Me detengo, siento pasos que suben por mis piernas.
¡Hay algunas vivas!
Me quito varias de mi cara, me sacudo otras del pantalón.
Y corro…
Y las aplasto…
Igual que hojas caídas, es el sonido que despiden.
¡Y suben, no sé como se suben!
Me detengo a sacarlas.
El viento me las trae como paracaidistas en la guerra.
Y comen…
Siento picazones, veo sangre. Mis manos no hacen más que sacudirlas, espantarlas.
Y corro, con todas mis fuerzas.
¡Y suben, no sé como se suben!
Quiero y no puedo pisarlas a todas.
El horizonte es sólo eso, un horizonte perdido en la tarde.
Y comen…
Y más sangre, cientos de pequeños mordiscones de mandíbulas que trabajan.
Escupo un par, siento que me sangra la lengua. Los oídos se me tapan y escucho algunas dentro de mi cabeza. El pelo parece un bosque. ¡No las puedo detener!
¡Y suben, no sé como se suben!
Y corro, cada vez con menos fuerzas.
Mientras el sol queda cada vez más lejos.
Y comen…
Solo veo una gran masa de marabuntas negras, que bajo mis pasos parecen algo uniforme. Pero son remolinos de pequeños seres, moviéndose. Presto atención, y son miles, millones.
Y escucho el crujiente gemir de mis pasos.
Y suben…
Y comen…
Y una mordida, y un gran dolor, y mi ojo. ¡No veo de un ojo! y siento que sangra.
Me detengo, caigo de rodillas.
Y suben…
Me levanto, camino unos metros, y caigo.
Y comen…
Trato de sacarlas, de quitarlas, me revuelco.
Y suben y suben, y comen y comen y comen y comen y comen, y se alejan.

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